Torres del Paine en invierno y sin apuros

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Hace frío y corre un viento fuerte, sí. De hecho, hasta hace unos años este parque nacional cerraba en invierno. Ya no. Pese al clima más duro y a que los paseos son más restringidos, vale la pena intentarlo: los recorridos son prácticamente a solas, observando en silencio sus gigantes de roca. Un lujo.

Punta Arenas me recibe con unas gotas de lluvia y un viento frío. Bien frío. “Le vamos a cambiar el modelo de auto que tiene reservado, porque ayer se volcó uno igual en la carretera. Se congela, así que tenga cuidado”, me advirten en el Rent a Car. No sin cierto temor me subo al nuevo vehículo, con tracción en las cuatro ruedas, y aprovecho de ir a dar una vuelta a la ciudad, mientras llega mi compañera de viaje -mi mejor amiga de la infancia- desde Puerto Montt.

Es sábado y circulan muy pocos autos. El estrecho de Magallanes luce un azul profundo, alumbrado por unos tímidos rayos de sol. Mi reloj marca las 2 pm, aunque se me olvida que en esta región hay una hora más de diferencia con respecto al resto del continente. Eso hace que amanezca recién a las 9:30 am, pero que la luz del día se pueda disfrutar pasadas las seis de la tarde. Algo inédito en estas latitudes.

Me voy directo al mercado municipal. Los locales del primer piso ofrecen pescados y mariscos, artesanías y souvenirs, entre ellos pingüinos y ovejas en los más diversos formatos: llaveros, imanes, peluches y un largo etcétera. Me voy directo a uno de los pequeños restaurantes que se apretujan en el segundo piso. Apenas puedo entrar con mi mochila entremedio de las sillas. Me siento en una mesa frente a la ventana y pido dos empanadas de queso centolla. A los pocos minutos llegan, calentitas, con un relleno abundante y una masa delgada perfectamente frita. Exquisitas.

Una vez saciada el hambre, bajo al primer nivel y encuentro la misma tienda donde hace un par de años había comprado una figura selk’nam, etnia originaria de la zona. Allí estaban las mismas estatuillas de madera talladas a mano, con sus característicos colores negros, rojos y blancos. Una señora, que apenas cabe en el local, separa las fibras de unos tremendos ovillos de lana. “Son de oveja, naturales”, me dice. Como si pudiera caber alguna duda. En las paredes se apilan, unos sobre otros, gorros, guantes, bufandas y chales, tejidos con esas mismas lanas de colores. “Aquí la gente no valora lo local, lo propio. Preguntan si son hechos en China”, me cuenta sin dejar de mover sus habilidosas manos. Miro el reloj. Ya van a ser las cuatro de la tarde, hora local. Me voy a dar una vuelta a la costanera. Tomo las fotos de rigor del estrecho y su muelle oxidado, y registro los reflejos amarillentos del horizonte. Comienza a lloviznar tupidamente.

Rumbo a Natales

Antes de enfilar hacia el norte, ya acompañada por mi amiga, hacemos “escala” en la Zona Franca, el comercio libre de impuestos con el que a fines de los 70 se buscó dar un impulso a las zonas extremas. En la actualidad se ha convertido en un panorama sabatino, donde familias completas se pasean de un galpón a otro, sin que parezca importarles el frío. Van cargadas de chocolates, perfumes y licores, además de uno que otro electrodoméstico. Eso sí, bien premunidas con sus propias bolsas reutilizables: acá hace tiempo que dejaron de entregar bolsas plásticas en el comercio.

Con un poco más de equipaje extra, partimos a nuestro destino cerca de las siete de la tarde. Ya es de noche. Después de tres horas exactas -que sirven para ponerse al día- llegamos a Puerto Natales. Una mano de hormigón, que emula a la del desierto de Atacama, nos da la bienvenida. Esta ciudad, en la que viven un poco más de veinte mil personas y que acoge a unos trece mil turistas durante el verano, luce prácticamente vacía. En el hotel, sin embargo, estábamos lejos de ser las únicas huéspedes. Probablemente unas de las pocas chilenas, eso sí. Varios argentinos y brasileños se escuchaban en el bar.

Al día siguiente nos levantamos temprano. Hay que aprovechar el día. Un sol brillante ilumina las aguas del canal Señoret, otrora vía de transporte marítimo del ganado ovino y bovino y hoy de turistas ansiosos de conocer algunos de los glaciares del Campo de Hielo Sur o del Parque Bernardo O’Higgins. Es domingo, la costanera se cierra a los vehículos, y los natalinos salen a trotar y caminar junto a sus perros. El termómetro marca 1° C.

Las Torres

Lo primero que hay que considerar antes de partir al Parque Nacional Tores del Paine en esta época, es un tiempo extra. La ruta más usada y más corta desde Puerto Natales, que pasa por la “clásica” cueva del Milodón, se encuentra cerrada en el trayecto de ida. Así que la única opción es continuar cerca de una hora por el camino pavimentado hasta el pequeño poblado de Cerro Castillo -no confundir con su homónimo en Aysén-, donde un bien provisto minimarket atendido por una amable colombiana, es parada obligada para los viajeros.

Un cartel indica la dirección hacia el parque, junto con el inicio del ripio. Comienzan a aparecer guanacos, ñandúes y una buena variedad de aves, junto con algunas cumbres nevadas. Tras poco más de una hora, llegamos a la portería de Laguna Amarga. Cancelamos los 4 mil pesos que cuesta la entrada para turistas nacionales en temporada baja (6.000 en alta). Allí nos informan que la mayor parte de los circuitos más famosos -los llamados “W” y “O”- se encuentran cerrados en estos meses. Aunque el Valle del Francés y el mirador Base de las Torres se encuentra abierto, si las condiciones climáticas lo permiten. Tampoco se dispone de personal médico de emergencia. Hasta hace un par de años, el parque cerraba en mayo y reabría en octubre. Si alguien deseaba aventurarse, debía pedir un permiso especial a Conaf. Sin embargo, hoy unos pocos alojamientos decidieron permanecer abiertos, así como algunos servicios de cafetería y excursiones. También se mantiene una dotación reducida de guardaparques, lo que permite recorrer la ruta vehicular principal y los senderos aledaños.

Los 60 kilómetros que separan esta portería del lago Grey, al otro extremo del parque, se recorren en casi una hora, deteniéndose en los principales miradores, a ritmo lento. Porque la mayor gracia de venir en esta época es precisamente el lujo de poder recorrer el parque a nuestro antojo. Las hordas de visitantes, que llegan a más de 260.000 anuales y que se concentran mayormente en la época estival, desaparecen por completo.

Un viento fuerte, que dificulta abrir y luego cerrar la puerta del auto, y una lluvia copiosa se prolongan toda la noche. A la mañana siguiente, el gris del cielo es interrumpido por el azulino intenso de los témpanos que se desprenden del glaciar Grey, el que es posible ver de cerca en las embarcaciones que parten del hotel del mismo nombre (los sábados y miércoles, en invierno).

Partimos en la mañana hacia el corazón del parque, para subir hasta el mirador Cóndor. Los primeros minutos de caminata transcurren entremedio de árboles quemados, vestigios del incendio que arrasó más de 17 mil hectáreas entre fines de 2011 y principios de 2012. Ver sus troncos y ramas carbonizados hacen que se me apriete el pecho. Pero al seguir ascendiendo, se va descubriendo la grandeza del lago Pehoé, con sus aguas calipso. Las nubes ya dejan ver buena parte del macizo del Paine. El mirador hace honor a su nombre. Al llegar a la cumbre, se ven tres cóndores planeando majestuosamente a lo lejos. De pronto, uno pasa volando justo arriba de nuestras cabezas. Nos quedamos sin aliento.

Retomamos las energías con un chocolate caliente en la cafetería del camping Pehoé. El joven que atiende nos aconseja ir al “salto chico”, una cascada junto al hotel Explora. “A veces anda un huemul por ahí”. No tenemos suerte, pero la pasarela entrega una linda vista del entorno.

Las nubes comienzan a levantarse y aparecen los cuernos: esos dos macizos casi gemelos de sinuosas formas. No podemos dejar de mirarlos. Nos dirigimos hacia “el salto grande”. El viento dificulta el paso y el frío hace que uno se cubra por completo. El camino sigue por un sendero ondulante y una pareja de extranjeros son los únicos visitantes con quienes nos encontramos, además de un grupo de huanacos. La vista es impagable. Ahí están los cuernos y gran parte del macizo, esos verdaderos gigantes, en todo su esplendor. La luz comienza a irse y el cielo nos regala unos reflejos rosáceos y violetas. Sólo queda detenerse y observar, en silencio, sin nadie más alrededor.


Recuadro: 

Datos prácticos:

¿Cómo llegar?
Tres horas se demora el vuelo directo Santiago – Pta. Arenas
En temporada baja, el vuelo directo a Puerto Natales no está operativo.
En el aeropuerto de Punta Arenas se puede arrendar un vehículo; en invierno se recomienda uno 4×4.
¿Dónde dormir?
En Puerto Natales la oferta, aunque más reducida que en temporada alta, es amplia.
En Torres del Paine hay algunos alojamientos abiertos, tales como el Hotel Grey, Konkashken Lodge y camping Río Serrano.

Escrito por

Autor: Nicole Saffie

Fuente : http://www.latercera.com/tendencias/noticia/torres-del-paine-invierno-sin-apuros/188792/

 

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