Quizá por eso, ese paisaje desnudo, esos horizontes de matorrales preñados de soledad, de perros ladradores, de ovejas lanudas y caballos salvajes, ha cautivado durante siglos la imaginación de escritores, viajeros, soñadores, vagabundos y hasta de algún que otro aristócrata venido a menos deseoso de reinar sobre tan vasto y yermo territorio. Viajes al Pasado no pudo resistirse a la llamada de la Patagonia y a un empeño largamente acariciado: admirar los paisajes de las Torres del Paine, en la XII región chilena de Magallanes, en la provincia de Última Esperanza, una denominación que por sí sola justifica un largo viaje.
Uno puede llegar en avión desde Santiago de Chile hasta Punta Arenas y, de allí, en autobús hasta Puerto Natales y el Parque Nacional Torres del Paine. Pero el viajero prefiere cruzar las postrimerías de la cordillera de los Andes desde El Calafate, en Argentina, para tener el placer de circular por la mítica ruta 40, 5.000 kilómetros de ripio (pista de tierra y guijarros) que atraviesan Sudamérica de norte a sur. El principal obstáculo es el clima: en pleno invierno, cualquier contratiempo puede dar al traste con todo. Lo explica con crudeza Mempo Giardinelli en “Final de novela en la Patagonia”: “Los patagónicos saben que quedar varado en un camino bien puede significar la muerte”.
Ahuyentando esos funestos presagios, el viajero se interesa por la manera de llegar a las Torres del Paine nada más poner un pie en El Calafate. El encargado del hostal no se anda por las ramas. “Es imposible en esta época del año. La nieve cierra el paso en invierno y aunque este año no ha nevado mucho, la mayor parte del camino es de ripio y, si llueve, el barro puede dejaros atascados en un lugar donde encontrar ayuda no es fácil”. El viajero, como buen aragonés, no acepta un no por respuesta y tras recorrerse las agencias de viaje y acercarse a la parada de remises (taxis) del municipio, llega a la conclusión de que lo más oportuno es alquilar un coche con conductor. Al final, el precio se negocia en 700 pesos (un euro equivalía entonces a algo más de cuatro pesos argentinos) con Omar, un antiguo gaucho reconvertido en remisero.
Esperanza bajo cero
Tenemos por delante 700 kilómetros hasta el Parque Nacional Torres del Paine, así que hay que madrugar y a las cinco y media de la mañana ya estamos en ruta. El dueño del hostal sigue insuflando ánimos hasta el último momento. “Hace unos años, era una utopía pasar a Chile en invierno, porque te encontrabas nieve hasta las orejas. Ahora cada vez nieva menos, pero el problema es el barro. El coche se queda varado en medio de un barrizal y tardan un día entero en rescatarte”, nos previene antes de despedirnos.
“Hace unos años, era una utopía pasar a Chile en invierno, porque te encontrabas nieve hasta las orejas. Ahora cada vez nieva menos, pero el problema es el barro
”Tras pasar un control a las afueras de Calafate, la ruta 40 remonta hasta alcanzar la Pampa Alta, por donde transitamos a las seis y media de la mañana. Los primeros cercos de nieve motean un paisaje envuelto en brumas y silencio. El viaje podría ser mucho más cómodo si “La cortada”, un camino de ripio que une la 40 con las Torres del Paine, estuviese abierto. Pero el río Pelque no respeta carreteras, que para eso estaba antes, y cuando baja crecido arrasa todo lo que se encuentra a su paso, turistas temerarios incluido.
Una vez en Esperanza, la prioridad es llenar el depósito de gasolina. Carente de casi todo, en la Patagonia meridional también escasean las gasolineras y quedarse sin combustible en pleno ripio andino puede costar muy caro. Además, existe un motivo añadido igual de pragmático: en Chile, el precio del litro es mucho más elevado y cruzar la frontera con las máximas reservas y un bidón repleto en el maletero permite ahorrarse unos pesos. Esperanza es la zona más gélida de toda la provincia de Santa Cruz. No es extraño que el termómetro baje en esta época del año por debajo de los 30 grados bajo cero. Ahora, por fortuna, sólo marca un grado negativo. Esta es tierra de pumas y de cazadores furtivos, a quienes los ganaderos pagan para que acaben con ellos antes de que el temido felino lo haga con sus rebaños. Y es que una hembra puede matar medio centenar de ovejas en una sola noche para enseñar a sus crías a cazar. Los gauchos lo saben bien.
Ajenas al puma que acecha, centenares de vacas salvajes, de las que sólo se aprovecha la carne, merodean por los pastos de hierba rala poco antes del desvío a Río Turbios, donde el termómetro sigue bajando. La imponente cordillera de los Andes emerge por primera vez ante nosotros, tan nevada como majestuosamente bella.
El paso de Cancha Carrera
El ripio está repleto de socavones y charcas heladas que en ocasiones abarcan todo el ancho de la vía. Los volantazos son continuos, pero la pista está seca y el temido barro no aparece. Cuatro horas después de salir de Calafate alcanzamos el puesto fronterizo de Cancha Carrera, hincado a un lado del collado que separa Argentina de Chile. Los trámites fronterizos en ambas gendarmerías retrasan un tanto la marcha, pese a que no hay más viajeros en ninguna de las dos aduanas. Pero como en cualquier otro lugar apartado del mundo, los funcionarios tienen ganas de pegar la hebra.
En el cercano pueblo de Cerro Castillo, un puñado de casas desparramadas por las laderas andinas, el viajero intenta cambiar sus dólares por pesos chilenos, pues el aduanero le ha advertido de que la entrada al Parque Nacional Torres del Paine debe abonarse en moneda local. Pero en el único establecimiento abierto, la oficina de correos, nadie puede ayudarnos y nos sugieren que nos acerquemos hasta Puerto Natales, lo que obliga a desviarse 60 kilómetros de la ruta en dirección sur, hacia el estrecho de Magallanes.
“En el cercano pueblo de Cerro Castillo, un puñado de casas desparramadas por las laderas andinas, el viajero intenta cambiar sus dólares por pesos chilenos, pues el aduanero le ha advertido de que la entrada al Parque Nacional Torres del Paine debe abonarse en moneda local
”Confiando en la buena voluntad de los hombres buenos, seguimos adelante a riesgo de tener que dar la vuelta a las puertas del parque por la intransigencia del guardabosques. Lo que no ha logrado el temido ripio andino puede conseguirlo un impedimento administrativo en apariencia insustancial. Los 90 kilómetros que separan Cerro Castillo de la entrada al parque se recorren en hora y media. El cuerpo ya se ha acostumbrado a la sinfonía de baches y al zongoloteo continuo de la Chevrolet ranchera. La incomodidad hace rato que es rutina.
La antesala del hielo patagónico
Las manadas de guanacos anuncian la proximidad de la Portería de Lago Sarmiento, que toma el nombre del lago del mismo nombre, uno de los innumerables que salpican las 242.000 hectáreas del parque, antesala del hielo patagónico. El enjuto guarda vuelve a repetir lo que ya sabíamos: hay que pagar 4.500 pesos chilenos por persona (unos siete dólares en ese momento). Planteado el problema, accede finalmente a que abonemos el importe a la vuelta, tras conseguir cambio en alguno de los alojamientos repartidos a la sombra de las Torres del Paine, que por unos segundos se desembarazan de las nubes y exhiben todo su poderío.
El viento patagónico agita las añiles aguas del lago Sarmiento, donde espejean por momentos las siluetas de las Torres, dos incisivos de más de 2.600 metros de altura que se funden con las nubes que ahora vuelven a ocultar sus cimas. El ripio serpentea por los bordes del Lago Pehoé. A uno y otro lado se diseminan por la pradera magallánica decenas de lagunas. Han pasado siete horas desde que dejamos Calafate. Tras conseguir alojamiento a marchas forzadas, el viajero intenta ascender hasta el mirador de la laguna verde, uno de los más privilegiados del parque, a sabiendas de que no quedan demasiadas horas de luz. Pero el ventarrón obstinado, las inestables laderas de piedra volcánica y la apremiante mengua de luz solar terminan por doblegar ese empeño. No se ve un alma en muchos kilómetros a la redonda. Allá abajo se dibujan las siluetas azules del lago Pehoé y del Nordenskjöld, que lleva el nombre del explorador sueco que en 1879 descubrió el paso del Nordeste, la ansiada ruta marítima que enlazaba el Ártico con las aguas del Pacífico a través del estrecho de Bering justo en el otro extremo del mundo.
La deriva de los fantasmas de hielo
Para acercarse hasta la hostería del Lago Grey hay que sumar otra hora de ripio desde la posada río Serrano, en las estribaciones del Lago del Toro. Ahora llueve con fuerza y la luz se va apagando por momentos. Pero el viaje merece la pena. Echar un vistazo al Lago Grey, donde muere una de las principales lenguas glaciares de la Patagonia Chilena, no es algo que uno pueda hacer todos los días. En la penumbra, los témpanos desgajados del campo de hielo patagónico sur ofrecen un aspecto fantasmagórico. Todavía a la deriva algunos, rendidos en la orilla otros, los enormes bloques de hielo estremecen contemplados desde el mirador Ferrier, encaramado a un pequeño acantilado de matorrales y pedregal. Allá a lo lejos se adivina todavía el torso blanco del Glaciar de Grey.
Los innumerables senderos del parque y su enorme extensión (entre el albergue del Lago Dickson, en el norte, y la Posada de Río Serrano, al sur, hay más de veinte horas de caminata) aconsejan la utilización de un vehículo (pueden ser los propios del parque) para decantarse por una un otra ruta. En invierno, claro, las posibilidades se reducen notablemente. El viajero, no obstante, no quiere dejar este parque del confín de los confines sin acercarse al mirador de los cuernos, situado a orillas del Lago Nordenskjöld, azotado por la furiosa ventisca patagónica y una fina aguanieve. Allí, frente a los imponentes guardianes de roca, modernas Ciáneas de este extremo meridional del mundo, sacudido por los violentos resoplidos de Eolo, da finalmente por cumplido el viejo sueño.
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