Madre de Dios: La isla imposible

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Tras seis expediciones, los científicos y espeleólogos del Centre Terre concluyen: la extraña isla de mármol que hace miles de años habitaron los kawéskar, hoy debe ser Patrimonio de la Humanidad.

Ocho metros de lluvia al año y vientos cercanos a los 120 kilómetros por hora han dibujando en Madre de Dios formas y figuras que la geología nunca antes había visto.

En la víspera del zarpe, la noche antes de abordar el Explorador y enfilar hasta la isla Madre de Dios, los miembros de la expedición se saludaban con entusiasmo y brindaban con la complicidad de aquéllos que conocen un secreto. Era la dotación de relevo, cuatro espeleólogos franceses y cinco estudiantes de geología chilenos que, acompañados por Marcelo Agüero, delegado del Centre Terre en Chile, y José Tonko, kawéskar de sangre, se sumaban al trabajo de 25 científicos que montaban campamento desde enero en la enigmática isla de mármol que se desintegra en la inclemente latitud 50° sur.

En la larga mesa que copaba el comedor del Hotel Charles Darwin, despidiéndose de la comodidad antes de embarcarse en una empresa de alto riesgo y exigencia, Richard Maire, sentado donde corresponde al padre, iluminó la cara de una extraña familia donde muchos no se conocían más que de nombre: «La pasión -aseguró-, la pasión es el único sentimiento que permite luchar contra la angustia metafísica».

Algunos de los espeleólogos rieron y otros alzaron las copas, pero Richard Maire no sucumbió a la admiración, interesado en aclarar su punto: «Hay científicos que dedican su vida a la exploración y hay otros que matan el tiempo sentados en su escritorio».

De eso se trata 

El objetivo del Centre Terre para esta última expedición a Madre Dios es claro: reforzar sus argumentos en favor de una candidatura de la isla a la lista de Patrimonio Mundial de la Unesco. Para ser incluido, un sitio debe tener «valor universal y satisfacer al menos uno de los diez criterios de selección». Hasta el momento, Madre de Dios reúne cuatro. El alto interés científico, estético y cultural de la isla, requieren, según un informe preliminar de la expedición, «una protección absoluta, nuevos estudios científicos y el inventario del patrimonio natural y cultural» de la zona.

En el muelle de Puerto Natales, inquietos ante el retraso del zarpe, los espeleólogos se pasean conversando como un grupo de astrónomos esperando la noche. «La expedición comienza cuando zarpemos», comenta Agüero, «pero venimos preparándola desde hace dos años».

Con diez toneladas en equipos repartidos sobre la isla en cuatro campamentos, este año tuvieron que montar los domos con helicópteros que operaron desde el Jeanne d’Arc, el buque escuela de la Armada Francesa. Una operación logística de proporciones, orientada a la exploración científica de una extraña isla de mármol que derivó en el tiempo desde los trópicos hasta los archipiélagos magallánicos.

«Tú puedes preocuparte hasta del último detalle, pero siempre va a aparecer algo impredecible -ríe Agüero cuando zarpamos-. De eso se trata».

El retraso se debió a que un banco de camarones taponeó el filtro del motor, y el Explorador, al igual que el Jeanne d’Arc a principios de enero, se vio obligado a improvisar los planes. Sin embargo, lo que para el Explorador significó un retraso de unas horas, para el Jeanne d’Arc y la expedición significó que el Campamento 4 no pudiera ser montado con la ayuda de helicópteros. La distancia entre el barco y el objetivo había crecido, y el combustible no alcanzó para el último viaje que tenían planeado. Bernard Tourte, jefe de la expedición, resolvió partir con su cuadrilla y montar el campamento a pulso. Cargado con 270 kilos en equipos y comida, cruzó en zodiac desde la base en isla Guarello y cargó con el equipamiento por las afiladas rocas de caliza, soportando la lluvia permanente y los vientos horizontales durante 3 días, ante la constante amenaza de caer en los profundos acantilados que los espeleólogos de la dotación de relevo pronto bajarían a explorar.

Tiempo en la roca

Cómodamente refaccionado, el Explorador tiene un piso con camarotes, un salón con dos mesas y butacas reclinables, servicio de cocina, una pantalla gigante y nobles terminaciones en madera. Los sistemas de comunicación a bordo permiten estimar, de acuerdo a la corriente -pero sobre todo al clima-, un tiempo aproximado de 24 horas hasta el arribo. Los estudiantes ceban mate y algunos científicos conversan en la popa; Richard Maire y Jean Francoise Pernette miran tranquilos cómo la lluvia raya las ventanillas.

Navegando por los canales, atravesando súbitas lloviznas, vientos veloces y claros abiertos, la tarde baja sobre las laderas de bosque virgen que se hunden bajo las aguas que mecen al Explorador de manera cada vez más agitada. La caída abrupta de los últimos ramales de Campo de Hielo Sur obliga a detener el barco frente a los glaciares para empezar a comprender el valor de un ecoparque. Al bajar a tierra en el glaciar Bernal, es posible ver cómo las formas de los hielos guardan el tiempo como la luz de las estrellas. De toda la tripulación, maravillada por el paisaje, sólo dos quedaron abordo: Maire y Pernette conversaban felices abstraídos del mundo.

Pequeña familia

Fumaba en la popa cuando el barco, a medianoche, comenzó a moverse. El motor del Explorador trabajaba contra la corriente, a toda máquina, exigido. El viento arrastraba la llovizna y las olas inquietaban la nave. Richard Maire fue el único que salió a cubierta cuando el motor súbitamente se detuvo.

-No debe ser grave -fingí.

-Esperemos -dijo inquieto Maire.

El Explorador comenzó a cabecear y el bamboleo hacía necesario simular la calma.

-¿No bajó al glaciar?

-No, no, lo conozco mucho.

-Claro.

-Navegar en estos canales siempre es movido, ¿sabe?

-¿Ah sí?

-Pero este barco es seguro. La primera vez que vinimos con Jean Francoise éramos cuatro en un bote a remos. ¡Nos demoramos tres días en llegar a la isla Diego de Almagro! ¡Parecíamos kawéskar!

Tras dos intentos frustrados, el motor del Explorador rugió con fuerza. La máquina comenzó a moverse como imbuida por la pasión con que Richard Maire relataba los pormenores que rodearon el hallazgo de la isla.

En 1994, con motivo de un viaje que realizó a Chile y Argentina, aprovechó de visitar a viejos amigos y fue en uno de esos encuentros, en la Universidad de Chile, que le entregaron una publicación donde se hablaba de la isla Diego de Almagro. Como geomorfólogo y karstólogo, sabía que la presencia de piedra caliza en estas latitudes era una rareza. Como espeleólogo veterano, sabía que agua, viento y caliza implica cavernas en la piedra.

«El mundo de las cuevas es una pequeña familia», confiesa Maire. Al año siguiente organizó la expedición en bote junto a Jean Francosie Pernette, a quien conoció hace 33 años escalando en los Pirineos. Cautivados por la zona, pero impedidos por las condiciones de exploración, no fue hasta 1997 que pudieron ir más al norte y bajar en la prodigiosa Madre de Dios.

Hacia las «50 rugientes», las masas de aire subtropical se encuentran con las masas de aire polar, creando un cinturón de bajas presiones que instala un sistema frontal permanente. Sometida a vientos de 190 kilómetros por hora y cerca de 9 metros de lluvia al año, la latitud 50° sur azota a la isla como un látigo inclemente y severo, dibujando en la piedra formas decidoras que la geología nunca antes había visto. Esculturas climáticas, «cometas de roca», cuevas que dan cuenta del nivel del mar en otras eras. Una extraña isla blanca, erosionada y pulida, formada por sedimentos de conchas y arrecifes de coral que hace millones de años se transformaron en piedra.

-Un paisaje único entonces.

-Así es.

Curiosamente, al otro día, el clima fue benévolo al arribo. Los prístinos rayos de sol que lograban colarse entre los claros de nubes, destellaban sobre el agua en una bienvenida auspiciosa. Las últimas millas de navegación fueron acompañadas por un grupo de toninas que alegraron a la tripulación como un espectáculo de fuegos artificiales, hasta que aparecieron, recortadas en el margen del violento océano Pacífico, las misteriosas montañas de mármol que se desintegran en la provincia Última Esperanza.

Nos acercábamos al yacimiento del Grupo CAP donde la gente de Centre Terre fija su campamento base durante las expediciones. «Acá en Guarello, si hay dos días de sol, la mina detiene la faena y se hace un asado al aire libre», dice Agüero, creando falsas expectativas.

La llegada del Explorador era esperada con ansias en el embarcadero. Por primera vez se encontraban juntos todos los integrantes de la expedición. Entre vítores y abrazos, la pequeña familia de los espeleólogos se reunía frente al hallazgo: a un par de millas, Madre de Dios se alzaba blanca y alisada por el viento.

Tras el reencuentro, los científicos se reunieron de inmediato en la sala de comunicaciones y comenzaron a dar cuenta de los avances realizados hasta el momento por los equipos en terreno. «No tenemos comunicación con algunos campamentos», lamentaba el hidrogeólogo Stéphane Jaillet. El clima, como era de suponer, no había dado tregua un solo día, dificultando las exploraciones científicas y mermando la moral de los equipos que se encontraban sobre la isla. De todos modos, en la pizarra se leían los distintos objetivos trazados por los distintos especialistas -«Inventario patrimonial», «Estaciones de hidrometereología», «Antropología, etnografía, arqueología», entre otros- y al parecer, pese a las dificultades, las investigaciones habían aportado nuevos hallazgos.

«Se ha explorado una nueva caverna de 323 metros de profundidad vertical. Es la segunda mayor de Madre de Dios, o sea, la segunda mayor de Chile», anunció Jaillet. La noticia los entusiasmaba a todos, aunque en la noche, en la celebración de bienvenida realizada en el galpón de entrenamiento, la ramada «Última Esperanza», Agüero me advertía: «En toda expedición hay que saber cumplir los objetivos primarios. Los nuevos hallazgos hacen que uno se desvíe, y por más atractivos que sean, debemos tratar de dejarlos de lado para otra expedición».

Isla misteriosa

«¿Conoces a Tin Tin? ¿A su perro Milú? Pues bien, yo de niño era fanático y los leí todos, y cuando Richard me mostró las fotos de los ‘cometas de roca’, lo único parecido que había visto en mi trayectoria de geomorfólogo eran esos extraños hongos que Hergé dibujó en Tintin y la estrella misteriosa». Los «cometas de roca», descubiertos por Maire en la yerma explanada de la isla en el año 2000, son uno de los atractivos que no alcanzaremos a conocer. El único accidentado que registra Centre Terre en sus cuatro expediciones fue un periodista, Carsten Peter, de la National Geographic, que se fracturó un pie al caer en una cueva. Ésta es la última expedición y el tiempo apremia, los objetivos deben cumplirse y los especialistas no pueden distraerse en cuidar los pasos inexpertos.

Es por esto que los estudiantes no podrán ir a la isla hasta que estén entrenados y aprueben el curso de seguridad. Más allá de sus especialidades, los científicos convocados son espeleólogos avezados, capaces de descender 100 metros de cueva en 1 hora. Rapeleando con cuerdas y arneses, las cuadrillas de exploración descienden por la oscuridad en tres grupos: uno de avanzada (preocupado del reconocimiento), un segundo grupo (que fija las cuerdas) y un tercero encargado de hacer la topografía y las anotaciones. Hasta el momento en Madre de Dios hay más de 30 kilómetros de galerías subterráneas con salidas a cerca de 20 cavernas, algunas con un desarrollo de 500 metros. «Hay lugares de la isla donde, al no haber vegetación, el agua que la erosiona no tiene acidez y la caverna que se forma está en su estado puro», dice emocionado Pernette.

A los riesgos y exigencias de todo deporte vertical, hay que sumar el mayor peligro de todos: las cuevas han sido hechas por el agua y Madre de Dios está en el lugar más lluvioso del mundo. Con solo minutos de intensas precipitaciones, la bella topografía de una cueva inexplorada puede pasar a ser una alcantarilla caudalosa y mortal. La isla ha sido dibujada por la lluvia y su superficie es un entramado marmóreo de canaletas eficientes y ductos de evacuación aerodinámicos. Entonces, subimos al zodiac para disfrutar la parte amable del folleto. Es comprensible que, de momento, los invitados sólo vean parte del recorrido.

Canoeros

Zigzagueando contra la llovizna, el viento hiela las pocas partes del cuerpo que asoman bajo las capas de equipamiento. Apenas alejados del embarcadero, la naturaleza exuberante y salvaje aparece irrefutable. Y es que la roca yerma que se desintegra por el viento, es la misma que cobija ciertas laderas de la isla para contener un bosque virgen único. Seguidos por una bandada de albatros, nos acercamos a la orilla para ver cómo este manto verde se las ha ingeniado para echar raíces en la roca. Primero el líquen, luego el musgo, capa por capa, hasta inventar un bosque fantástico, donde los árboles crecen horizontales por el viento.

«El clima, cuando es benévolo, regala descubrimientos», dice Pernette, «aunque a veces también ocurren por accidente». Rumbo a la Cueva del Pacífico, José Tonko mira la orilla con emoción junto a su hija. Periodista y kawéskar de sangre, fue invitado por la expedición para visitar los inhóspitos lugares donde vivía su madre. Recientemente reconocidos por la Unesco como «tesoros humanos vivientes», Levi Strauss fijaba a los kawéskar como «un pueblo sin historia», en tanto la base de su tradición es oral y hoy en día su idioma prácticamente ha desaparecido. La cadena de aprendizaje de estas culturas se transmite a través de la madre, y en el caso de Tonko, ésta se cortó cuando la suya quedó huérfana a los 5 años. Si bien vivieron en la zona hasta la aparición del yacimiento, el aporte de los hallazgos de pinturas rupestres y sepulturas en cuevas como la del Pacífico, corrobora que los kawéskar exploraron estas islas antes que nadie.

Al descender en la filosa y resbalosa costa, Tonko salta a la roca con pericia. «Mi madre de niña acampó en esta cueva, pero no se atrevió a entrar hasta adentro».

Algunos dibujos en la piedra son descritos como un peine invertido que bien podría ser una balsa con cuatro tripulantes. Para un pueblo canoero como el kawéskar, la frontera con el océano Pacífico era, hasta hace poco, un lugar mítico, un territorio al que sólo se llegaba para embarcarse en el viaje a la tierra de los muertos. Los hallazgos de osamentas y pinturas rupestres que Maire, Pernette y Stéphane Jaillet descubrieron por azar en 2006, obligados a capear una tormenta dentro de una cueva, han extendido el territorio que se pensaba habitado por los kawéskar hasta las islas junto al margen del océano Pacífico.

Patrimonio

«Antes que Patrimonio de la Humanidad, estas islas son patrimonio de los kawéskars», me dice Tonko navegando de regreso a Puerto Natales.

De otra manera, Maire recalcaba al despedirse que «no sólo Madre de Dios; todo el mundo debería ser Patrimonio de la Humanidad». Más allá del fundamental apoyo logístico, la presencia de la mina amenaza un ecosistema único, y la postulación de la isla ante la Unesco busca proteger apenas una parte de este archipiélago invaluable desde el punto de vista de cualquier recurso. La posición de abrir geoparques y apostar a un turismo de mínimo impacto ambiental, como podría ser el nicho del turismo científico, pretende dar valor a la preservación y, al mismo tiempo, apoyar el desarrollo de las comunidades locales. Pero si Madre de Dios tiene 1.200 kilómetros cuadrados, ¿cuantos franceses, por ejemplo, se necesitarían para proteger la extensa isla Riesco de la nociva explotación del carbón? Faltando tanto para llegar, prefiero dormirme contando ovejas.

 Horas después, el capitán anuncia el arribo a Puerto Natales.

 Las cavernas fueron hechas por el agua y pueden inundarse en cualquier momento.

Fuente: Matías Celedón, desde la isla Madre de Dios, Región de Magallanes y de la Antártica Chilena- El Mercurio
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