Navegamos dos días desde Puerto Natales contra el viento y la lluvia para llegar a un archipiélago de mármol y caliza. Un laboratorio científico único para conocer las edades de nuestro planeta… Destino para valientes que sueñan con transformar este sitio en Patrimonio de la Humanidad.
La isla Madre de Dios se alza en medio de los canales australes. Dominios que pertenecieron al pueblo Kawésqar en el comienzo de los tiempos. Según su cosmovisión, todo nació desde el agua. El sol era un hombre que tras una violenta pelea ascendió a los cielos con un ojo menos. Por eso brilla encandilando. Durante la noche, otro lo siguió y terminó transformado en luna. “Ese mundo antiguo no tenía otra ética que imitar el ejemplo de los animales y la naturaleza. Ahí estaban todas las respuestas para dominar un entorno muchas veces rudo e implacable”, dice Juan Carlos Tonko, uno de los últimos representantes de una etnia que desapareció por culpa de las plagas europeas y del apetito colonizador que los trató con desprecio. Ninguno olvidó cuando, a fines del siglo XIX, una familia de diez personas fue raptada en las cercanías de Puerto Edén y después conducida a París y Zurich como parte de los llamados zoológicos humanos. A los pocos años, algunos regresaron con enfermedades mortales que hicieron mella en una población que apenas superaba las 800 personas. Recién en enero pasado fueron repatriados los cuerpos de los cinco que resistieron como conejillos de indias en las aulas universitarias del Viejo Continente.
La bitácora que une cultura y ciencia comienza a bordo del Patagonia II. Un barco pesquero que funciona como nave de exploración y nos conduce por los canales entre glaciares, bosques milenarios de lengas y coigües. Los rayos de sol tímidamente se filtran por las espesas nubes y nos acompaña muy cerca el salto de las toninas.Junto a los investigadores de Centre Terre, que convoca a cerca de cincuenta geólogos, espeleólogos y meteorólogos principalmente franceses, Tonko confirma la antigua ruta de sus antepasados hacia la Isla Madre de Dios: un peñasco de mármol y caliza casi perdido en la niebla de los archipiélagos magallánicos que afronta el Pacífico como un centinela. La isla es un ejemplo único de un sitio al margen de las civilizaciones donde la pareja hombre-naturaleza perduró por milenios, hasta el siglo XIX, en las mismas condiciones de la prehistoria. Una población que nunca conoció la revolución neolítica (hace 9 mil años): jamás se volvieron sedentarios, no iniciaron cultivos ni criaron animales. Gracias a que servía de refugio, las cuevas que visitamos conservaron la memoria: sepulturas, conchíferos, pinturas rupestres… Una oportunidad excepcional para descifrar la historia de la tierra.
Nada parece fácil en esta travesía, donde los vientos pueden superar los 70 km por hora por su ubicación en la famosa latitud de ‘los 50 Rugientes’. Una de las metas es llegar hasta la cueva del Pacífico, una perforación en la roca formada por el golpe de las olas y el efecto de las glaciaciones. Allí se conservan 25 pictogramas de la cultura Kawésqar. Un descubrimiento que, en el 2006, marcó el primer estímulo de la delegación francesa a cargo de Pierre Bergeron. “Son dibujos que parecen señales de ruta, con formas antropomorfas y dataciones que podrían llegar a los 4.500 años”, sostiene el científico. Hasta entonces se pensaba que este pueblo de nómades del mar no poseía ningún tipo de grafología ni símbolos de escritura. La técnica de puntillismo, sin embargo, coincide con los íconos que los kawésqar utilizaban para pintar su cuerpo con grasa, tintes vegetales y tierra roja.
“Esto cambió la visión de que ellos no llegaron a tener un gran nivel de desarrollo cultural”, dice Marcelo Agüero, el coordinador en Chile de la expedición. Cerca de siete grutas cercanas, que fueron utilizadas como lugar de sepultura, dan cuenta del dominio de ese pueblo en el archipiélago y de la habilidad de sus hombres como cazadores de alta mar. Siguiendo senderos, con montañas que emergen con prepotencia entre las marejadas, los espeleólogos y geólogos de Centre Terre —cuya sede principal está en París—, escalan grietas de hasta más de 350 metros para llegar a cavernas que guardan sedimentos ancestrales que permiten establecer las distintas edades del planeta.
“Aquí podemos estudiar todo lo referido a los cambios climáticos, el calentamiento global y de los deshielos. Madre de Dios es un laboratorio al aire libre, un lugar único en el mundo”, dice Richard Maire, director científico de la expedición.
“Queremos que el país y la comunidad internacional tomen conciencia del valor de esta zona desconocida”, replica Marcelo Agüero, quien también se encarga de la gestión con el grupo CAP: empresa minera que extrae piedra caliza en Isla Guarello, cuyas instalaciones se transformaron en base indispensable para las investigaciones.
SALTANDO OLAS EN ROMPIENTE, ENCONTRAMOS LA GRUTA DE LA BALLENA: una caverna prácticamente desconocida con osamentas primitivas de animales marinos y fósiles cetáceos con una data de 3 mil años. Depositados a 37 metros sobre el nivel del mar, se cree que llegaron hasta ahí luego de que un cataclismo cambiara la fisonomía del archipiélago. “Este año la misión es conseguir datos que nos ayuden a establecer cómo ha variado el clima desde la última glaciación, así como recolectar evidencias de la cultura Kawésqar en una zona de difícil acceso, de gran precariedad y subsistencia”, añade Agüero. Otra de las metas es confirmar si el territorio antártico estuvo alguna vez unido a la Patagonia junto a otras porciones de tierra que comparten las aguas del Pacífico Sur.
“Aquí existe un incalculable valor antropológico y geológico. Isla Madre de Dios debe ser declarada Patrimonio de la Humanidad ante Unesco”, insiste el investigador Jean Francois Pernette.
Uno de los últimos descubrimientos de Centre Terre es La Morrena: una cueva formada por sedimentos volcánicos y ocultos por una espesa vegetación. Contra el viento, una vez más hay que emprender la ruta en zodiac para desembarcar en una costa de calizas en forma de cuchillos. Un paso en falso y el riesgo es inminente. Luego una caminata en ascenso sobre cincuenta metros de altura, sorteando rocas resbalosas salpicadas de nieve, además de líquenes y musgos. Arriba, la entrada a una gruta que en su interior conserva sedimentos de la última glaciación del planeta y con estalagmitas que tienen una data sobre los diez mil años. “¡Esto también es un paraíso para los que nos dedicamos a los estudios paleoclimáticos!”, exclama Pernette.
La toma de muestra es inmediata. Todo con el objetivo de determinar, a través de las pruebas de Carbono 14, las edades de un planeta que parece necesitar diagnósticos con urgencia. Queda poco tiempo: hay que descender con rapidez para no perder la escasa luz y esquivar la lluvia que amenaza en convertirse en granizada de un momento a otro. Entonces una carcajada de Richard Maire retumba en la caverna y luego reflexiona en voz alta: “Finalmente es la pasión por investigar lo único que mitiga esta angustia existencial”. Saca un chocolate de su mochila, nos reímos y abajo nos espera sólo un zodiac. El segundo se pinchó contra los filos rocosos de la caliza blanca.
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