La vida a lo gaucho

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Partimos desde Puerto Natales (al final de Chile, casi donde termina el continente, a 246 kilómetros de Punta Arenas) a la estancia Cerro Guido, a 104 kilómetros por camino de tierra. Como el viaje era para largo, paramos primero en Villa Cerro Castillo, pueblo casi arrastrado por el viento, con llamativo monumento al caballo (y letreros en las calles con la forma de este animal) y museo, pequeño, pero entretenido, que muestra la historia geológica y cultural de la zona.

Seguimos nuestro camino y tuvimos nuestra primera aventura safarística con Alfredo Scott, el guía, nacido y criado en estas tierras: un águila mora despedazaba a una liebre en medio de la carretera. Sí, es una imagen sangrienta, pero la vida acá no es para los débiles, como mi estadía en la región más austral de la Patagonia chilena me lo iba a recordar día a día.

El camino siguiente nos prodigó más fauna y paisajes: cóndores, águilas, caranchos, guanacos, ñandúes y la pampa con sus pastos bajos y amarillos.

Eso era para comenzar la aventura, ¿qué vendría después?

Enfilamos hacia la estancia Cerro Guido, cuyas antiguas casas patronales se han convertido en el exquisito hotel que nos albergaría por unos días. La estancia es en sí una mini ciudad autónoma que funciona a full durante el verano, con la esquila y otras actividades más (en invierno el movimiento baja, aunque existe). Son unas 100 mil hectáreas, en las que se manejan unos 50 mil ovinos y dos mil vacunos. Unos 100 perros de arreo ayudan en la labor a los gauchos. En el canil conocí al Flaite, que no paró de ladrarnos al vernos. Acá los perros no son “tiernos”, sino compañeros del baqueano (o gaucho), acostumbrados a recibir órdenes que cumplen a la perfección. Pida que le muestren cómo responden al chiflido de su amo (distintos chiflidos para distintas órdenes). Son impresionantes.

Unas dos mil ovejas se esquilan por día durante la temporada. Usted puede ser testigo si le toca durante su estadía, como también recorrer las otras instalaciones de esta “república independiente”: escuela, posta, caballerizas, herrería, carpintería, cuerpo de bomberos, paradero de bus y hasta retén de carabineros (por la frontera cercana).

Desde las cómodas y elegantes habitaciones de la remozada casa patronal, decoradas como eran las antiguas casas a comienzos del siglo 20, todo ese mundo se mira con cierta envidia, por lo aventurero y arrojado. Claro que cuando se recorre el corto sendero hasta el quincho-comedor, con el viento volando abrigos, pelo y todo lo que no esté bien sujeto, la envidia se pone en duda. El quincho, con una vista espectacular a las Torres del Paine (el parque está a solo 30 minutos en auto), ofrece una esmerada gastronomía que rescata lo mejor de la zona (asado de cordero incluido).

El hotel tiene cabalgatas, trekking, observación de aves y la imperdible visita a las Torres. Yo partí con Alfredo hacia el valle de Las Chinas, adentrándonos por la estepa patagónica. Nuestra primera parada fue en la casa del puestero Ulloa (acá los hombres se llaman por sus apellidos) y la señora María. Ella maneja la casa propia y la casa patronal de la estancia Las Chinas, que también funciona como hotel. Nos aperamos bien, comimos y partimos cerro arriba, hacia lo que llaman el Valle de la Luna, por la sinuosidad y desolación del paisaje rocoso. El sendero ha sido demarcado por Alfredo, es cosa de seguir las estacas amarillas. Camino arriba nos topamos con guanacos y tropillas de caballos ariscos, algunos quizás baguales, es decir, salvajes, que nos miran extrañados. No importa, ver a un caballo cabalgar libre por estas montañas compensa una mirada poco amistosa (o un escupitajo del guanaco). Una hora después estamos en la cima, con vista hacia las Torres, al poniente, y hacia Sierra Baguales y Argentina al oriente. La meta está cumplida, el gozo también.

A nuestra bajada, en casa de la señora María, atisbamos un poco de la cultura del baqueano: cuando están en casa se “desensillan” de sus botas y fajas, pero conservan la boina y el pañuelo al cuello. Juegan truco y fuman. Pasamos por la casa de Don Coliboro, quizás el puestero más famoso de estos lares, un viejo sabio, amistoso, orgulloso de sus perros. Nos ofrece mate en su sencilla casa, nos despide con cierta pena, le gusta ser visitado.

Para rematar el día, una segunda aventura safarística: con Alfredo, en la mañana, habíamos visto unos ñandúes en un potrero. A nuestro regreso, cóndores, águilas y caranchos se hacían un festín con uno de ellos. Ya lo habían despellejado y decapitado. Para que no se nos olvidara de que la vida acá no es para los débiles.

Para el día siguiente el sol brillaba esplendorosamente y nuestra visita al parque Torres del Paine era todo un éxito. Rodeamos el macizo y los Cuernos del Paine y rematamos en el lago Grey. Aprovechamos un estrecho puente de tierra que se forma hacia una isla del lago, cuando baja la marea, para caminar. El viento es tal, que debemos agacharnos ante las ráfagas más furiosas, se levantan gotas, se nos clavan como espinas en la cara. Para recordarnos que la vida acá no es fácil.

Posteado en: http://in-lan.com

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