Los colores de Tierra del Fuego

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Tierra del Fuego es un topónimo excitante para el alma viajera, que induce a pensar en últimas fronteras, en lejanía, en realidades inabarcables para un ciudadano de la vieja Europa, donde cada centímetro cuadrado del territorio está usado, poblado, domesticado.

Tierra del Fuego, el extremo de la Patagonia chilena y argentina, es sinónimo de espacios sin límites, de bosques primarios donde los líquenes ponen una funda verde a los troncos de árboles centenarios, de vientos imposibles que se levantan de súbito y cardan tirabuzones de espuma blanca en los grises canales patagónicos, de glaciares que se descuelgan como solemnes ríos de hielo azul hasta los límites de la marea, de naturaleza en estado primitivo.

Aquí el hombre es aún un extraño y ni con toda su fuerza y poderío ha logrado aún, bien entrado el siglo XXI, domesticar y mucho menos poblar unos parajes de medidas desproporcionadas donde la evolución sigue su curso sin importarle un bledo la existencia del ser humano.

Una de las pocas maneras de explorar el territorio más austral del continente americano, donde no hay carreteras ni infraestructura alguna, es a bordo de uno de los dos barcos de la compañía Cruceros Australis, autorizados a navegar por estas aguas. Cubren durante la primavera y el verano del hemisferio sur la ruta entre Punta Arenas, la capital de la Patagonia chilena, y Ushuaia, su homóloga argentina, en ambos sentidos. Una travesía de cuatro o cinco días por unos parajes soberbios que están vedados a los mortales que no sean pescadores profesionales o tengan un barco propio (y el valor necesario) para surcar por su cuenta estas traicioneras aguas.

Foto Paco Nadal @paconadal

Foto Paco Nadal @paconadal

En ellos –en los primeros marinos que pasaron por aquí- pienso mientras, acodado en la barandilla de la borda del Via Australis, veo pasar bosques compactos de lengas, coihues y ñirres, lenguas glaciares que se precipitan al mar desde las cumbres de la cordillera Darwin y montañas nevadas y cortadas a pico a cuya cima seguro que no ha subido aún nadie.

Si aún hoy, con toda la tecnología disponible, es complejo navegar por estos canales estrechos y encajados entre montañas donde existe un viento racheado y huracanado que dura apenas unos minutos pero que despliega tal furia que es capaz de desviar una nave 25 grados de su rumbo, ¿qué no haría con aquellos cascarones de madera impulsados por velas que apenas podían orzar y que necesitaban tiempo y espacio para corregir la derrota? ¿Qué mérito habría que otorgarle a aquellos Magallanes, Fitz-Roy, Dumont D’Urville, Martial y tantos otros capitanes que navegaron por aquí cuando este laberinto de canales no estaba ni siquiera cartografiado? Eso sí que eran aventureros de verdad.

Hoy un viaje en el Vía Australis -como el que yo hice la semana pasada- es una aventura controlada, apta para todo tipo de públicos (de hecho la edad media de los pasajeros es bastante elevada), pero muy recomendable para quien siga creyendo que viajar es aprender, explorar, descubrir. Cada jornada el barco fondea frente a lugares estratégicos; se lanzan las zodiac auxiliares al agua y se baja a tierra para caminar por glaciares como el Pía, el Garibaldi o el Águila; por bosques y cascadas o entre colonias de miles de pingüinos de Magallanes. Expertos en botánica, glaciología o historia acompañan a los grupos para facilitarles el conocimiento de este medio tan hostil.

El resto del día lo pasas extasiado en la cubierta exterior mientras el Vía Australis navega hacia la siguiente parada, asombrado por el espectáculo de colores que se despliega a tu alrededor: el blanco de los glaciares de la cordillera Darwin y de sus picos nevados; el azul impoluto del cielo (cuando despejan las nubes, que no es muy a menudo); el verde turquesa de las aguas de deshielo de los fiordos; los mil tonos ocres, verdes y amarillos de los bosques de nothofagus; el rojo vibrante de las bayas que crecen en el sotobosque; la turba negra que almohadilla el suelo, empapada por siglos de lluvia continua; el violeta eléctrico de las conchas de moluscos muertos en las playas de cantos rodados; los árboles secos, con su grisácea palidez de muerto viviente.

Un espectáculo que solo se puede ver en Tierra del Fuego, el confín del mundo.

Posteado por Paco Nadal en http://blogs.elpais.com/

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