La Patagonia es un nombre sugestivo para cualquier viajero. Suena, al menos aquí en Europa, a tierra lejana, indómita, virgen, dura y hermosa. En el lado chileno incluso cuenta con algún lugar que el tiempo y las reseñas han ido convirtiendo en leyenda y, por ende, en Monumento Histórico Nacional, como es el caso del cementerio de la ya célebre Isla de los Muertos. Se halla en uno de los recónditos canales del delta del río Baker, a los pies de la Cordillera Patagónica, donde Historia y misterio se dan la mano.
La isla, fluvial, es una mota de tierra de un centenar de metros cuadrados de exhuberante vegetación y suelo decreciente por las crecidas al que se llega desde Caleta Tortel en lancha tras un recorrido de media hora aproximadamente, según el estado de las corrientes. Allí se encontrarán varias cruces de madera inequívocamente correspondientes a tumbas; algunas tienen nombre pero la mayoría carecen de identificación, como si los enterradores no hubieran tenido tiempo de grabarlo.
Para entender lo que sucedió hay que retrotraerse al año 1905, cuando un vapor desembarcó en el Bajo Pisagua a doscientos obreros contratados para abrir una carretera a través de la selva, desde el Pacífico hasta la frontera argentina, que diera salida al transporte de carne y lana de la región de Aysén. Durante varios meses los trabajadores hicieron su labor bajo las duras condiciones ambientales, mezcla de calor, humedad, frío, lluvia… Se suponía que debían ser aprovisionados por otro barco pero nunca llegó. Aislados en terribles condiciones, sólo pudieron alimentarse de sus reservas de tasajo, harina y arroz lo que, unido a la escasez de otras necesidades como medicinas o combustible, hizo aparecer los primeros síntomas de enfermedad. Con ella llegaron también las desavenencias, las peleas, la desesperación… Poco a poco fueron diezmados mientras los que quedaban inhumaban a sus compañeros en la citada isla, un lugar apartado, para evitar posibles epidemias.
Finalmente, en 1906 arribó un barco que rescató a los pocos y demacrados supervivientes, muchos de los cuales, sin embargo, fallecieron pronto por las privaciones sufridas aquel año. Atrás quedaron ciento veinte tumbas pero la mayoría fueron arrastradas por el agua, por lo que hoy sólo quedan treinta y tres. ¿Se enorgullecerían de saber que lo que no pudieron conseguir en vida, enriquecer la región, lo harían un siglo después de muertos atrayendo al turismo?
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