Tiene uno de los senderos más bonitos de Chile. Un cerro imponente con paredes que poco a poco ganan fama entre escaladores. Huemules, glaciares, bosques intactos y, todavía, poquísimos visitantes. Ubicado a 64 kilómetros de Coyhaique, Cerro Castillo tiene los ingredientes para convertirse en «las nuevas Torres del Paine». Y por eso había que estar allí cuanto antes.
«Noooooo, no lo escribas», ruega una italiana, medio en broma, medio en serio, cuando le digo que estoy aquí justamente para matarle el secreto. A fin de cuentas, eso es lo que solemos hacer los periodistas. Siguiendo un dato, vamos a una linda playa desierta y ¡paf!, en un par de años lo que era un descubrimiento bajo el sol ahora es un ritual archiconocido.
Pues bien. La italiana que no quiere que escriba esto es de Turín y lleva nueve meses en Chile. De intercambio, y ahora de vacaciones, viaja por la Patagonia. La encuentro a las 8:30 de la mañana de un jueves de febrero a orillas de la laguna Cerro Castillo, en la Reserva del mismo nombre y a los pies del cerro que también lleva ese nombre, tras dos días de caminata entre bosques, ríos, montañas y glaciares en las que no he visto a más que un puñado de personas. Si no me equivoco, ella es la número doce. La italiana dice que venía subiendo desde Villa Cerro Castillo, que anoche llegó tarde y como no encontró el campamento «oficial», tuvo que poner su carpa donde pudo. En este caso, a orillas del río.
La italiana es escaladora aficionada y hace poco estuvo en Cochamó, bastantes kilómetros más al norte, un sitio que varios medios especializados vienen describiendo hace rato como «el Yosemite chileno», y que esta misma revista ha destacado hace pocos años. Por eso, lo que cuenta no sorprende.
-Cochamó es muy bueno para escalar, pero está lleno de gente, todos carreteando a los pies de la montaña. Yo prefiero lugares como éste, donde aún no anda nadie. Y entonces me pide que no haga lo que ahora estoy haciendo (y para lo que me pagan). Yo le devuelvo una sonrisa y anoto el encuentro en mi libreta: me podría servir como inicio para este texto.
Día 0. El secreto
Así como Cochamó es (fue) «el Yosemite chileno», la Reserva Nacional Cerro Castillo es (será) «la nueva Torres del Paine». Ciento ochenta mil hectáreas de áreas silvestres protegidas, ubicadas 64 kilómetros al sur de Coyhaique, que cobijan bosques de enormes lengas y ñires intactos, muchos huemules que no le temen a las personas -no es raro encontrarlos a orillas del camino- y una preciosa e imponente montaña de 2.675 metros de altitud que tiene el nombre muy bien puesto: desde donde se le mire, Cerro Castillo parece eso mismo: un castillo. Una especie de Neuschwanstein de basalto, un castillo Disney de roca, que poco a poco se está convirtiendo en un nuevo imán para los escaladores del mundo.
-Si Cerro Castillo estuviera en Francia, ya tendría mil rutas escaladas -dice Manuel Medina, Pepón para los amigos, el veinteañero guía y escalador que me acompaña en esta ruta y al cual yo no le digo Pepón (esto no es Secreto en la montaña, anoto en mis apuntes).
Manuel es de Coyhaique, tiene 25 años y está realmente loco por las paredes verticales: en noviembre pasado, consiguió -junto a su compañero de cordada, Pablo Miranda- la primera ascensión de la cara sur del torreón norte de Cerro Castillo, y ahora está decidido a ir por más: abrir nuevas rutas por la Pared Norte, escalar en cerros aledaños coma La Vieja, el Facón, El Palo. O superar uno de los logros más difíciles de los que se tiene registro hasta hoy: la ruta por el canalón central de la Cara Este de Cerro Castillo, que en 2008 abrieron el catalán Joan Solé y el estadounidense Carlos Buhler, dos escaladores de nivel mundial. Buhler, de hecho, fue el primero en subir la Cara Este o Kanshung del Everest en 1983 (la misma que en 1992 repetiría la expedición chilena liderada por Rodrigo Jordan), y ha abierto varias rutas de alta dificultad en distintas partes del planeta.
Pero Cerro Castillo, por suerte, no es sólo para escaladores. La reserva tiene el que, sin duda, es uno de los circuitos de trekking más bonitos de Chile, que ha sido destacado por guías especializadas como Trekking in the Patagonian Andes, de Lonely Planet. Y esto fundamentalmente gracias a sus paisajes y el tipo de caminata que es: se anda por bosques, sobre piedras, sobre nieve, se pasan ríos, se ven glaciares, lagunas, montañas sin nombre, en varios tramos hay que buscar la huella para poder seguir, y todo-todo esto con cero gente alrededor (según datos de Conaf, en todo 2011 sólo vinieron 1.923 personas).
Así, caminar por la Reserva Cerro Castillo resulta una memorable aventura que, en un futuro no muy lejano, debería cambiar su fisonomía. Allí donde hoy se pierde la senda pronto habrá un camino mucho más transitado. Allí donde hoy existe un resbaloso tronco como puente para cruzar un gélido y torrencial río, habrá un puente de madera hecho y derecho. Allí donde Conaf hoy se esmera con lo mínimo para tener al menos un cuidador a la entrada, habrá más gente encargada de la mantención del parque. Pero antes, claro, debe comenzar a concretarse de una buena vez el interés que -al menos en las palabras- se le ha puesto a esta joyita de la Región de Aysén. Como el de Sernatur, que en agosto pasado eligió a Cerro Castillo como una de las cinco Áreas Silvestres Protegidas del Estado para potenciar en los próximos años.
Con tantas credenciales a la vista, no queda más que caminar. Y lo que haremos con Manuel Medina es una ruta express, la «ruta turística» y más recomendable: tres días, dos noches, entrando en auto por el sector de Las Horquetas Grandes (ver mapa) y bajando desde la laguna Cerro Castillo -donde encontraremos a la italiana solitaria- por un camino alternativo que termina en un camping privado, ya en las afueras de la Villa Cerro Castillo.
Día 1. El reino de los tábanos
Entrando en auto desde Las Horquetas Grandes hasta la guardería de Conaf nos ahorramos 13 kilómetros -cuatro a cinco horas- de caminata, por un sendero plano y bastante monótono que obligaría a sacarse los zapatos para cruzar los cuatro o cinco ríos que aparecen en la ruta. En rigor, este camino es privado y está delimitado por varias tranqueras que, felizmente, pueden abrirse sin problemas (déjelas cerradas, para que no se escapen las vacas). Es uno de los «problemas» de esta reserva: está rodeada por terrenos privados que podrían algún día impedir el acceso.
Cruzando uno de los ríos nos topamos con las únicas personas que veremos regularmente en el camino: un grupete de seis amigos chilenos que vienen por las suyas y que, claro, llegaron en minibús a Las Horquetas Grandes y desde allí se han venido caminando. Manuel Medina, mi partner, viene manejando su Mitsubishi Pajero del 93 y pone la 4×4 cada vez que es necesario. Entonces me cuenta más de él: que es coyhaiquino, que estudió Turismo Aventura, que tiene cursos de montaña en la escuela Nols, que acaba de iniciar una empresa de escalada, que comenzó como guía, que así conoció a unos gringos de la Universidad de West Virginia, quienes luego lo invitaron por siete meses para seguir trabajando allá, con todo pagado. Y así aprendió inglés y vivió como gringo en una ciudad universitaria y que las fiestas eran iguales a las de la película American Pie.
La cháchara termina al llegar a la guardería de Conaf, donde dejamos el auto (se lo llevará un amigo de Manuel que viene con nosotros). Allí hay un cuidador, Sandro, que pasa dos semanas solo y luego vuelve a la ciudad por cinco días, cobra la entrada (5.000 pesos por persona), entrega el mapa de la ruta y nos repite su mantra: «Prudencia y autocuidado, prudencia y autocuidado».
El primer día de caminata es corto: sólo 40 minutos hasta el campamento de río Turbio, donde armamos la carpa, peleamos contra un ejército de tábanos (¡qué bella especie!), cocinamos, comemos bien para mañana (porque será fuerte), nos damos cuenta de que olvidamos los servicios (por lo que improvisamos unas cucharas de lenga), conocemos las primitivas letrinas del camping y a eso de las ocho nos vamos a dormir. Escuchando el sonido del río, Manuel sigue contando cómo le fue en West Virginia. Yo me duermo pensando en lo de las fiestas tipo American Pie.
Día 2. Cerro arriba
Hoy es el día fuerte de caminata y la idea es comenzar temprano: si pasa algo en la ruta es mejor que haya tiempo para reaccionar. A las 06:30 ya nos estamos levantando para el desayuno: chocolate caliente con granola, fruta y tortillas con jamón y queso. Cargamos nuestras botellas de agua en el río Turbio, le ponemos jugo en polvo (no sólo para el sabor, sino para hidratarse más: el agua de deshielo trae menos sales minerales), levantamos campamento, nos colgamos la mochila al hombro (unos diez kilos) y partimos. Ayer tarde llegaron los seis amigos chilenos que vimos en el río. A la hora que decidimos partir, ellos todavía no han despertado.
Lo que sigue puede resumirse así: dos horas de subida por un precioso bosque de lengas hasta llegar al llamado Portezuelo Peñón, un paso a 1.435 metros de altura que siempre tiene un poco de nieve. El clima acompaña: hace calor y no hay viento. En otras condiciones debe ser más duro. Sobre todo a la bajada, la parte más complicada de este trekking: tras el Portezuelo viene un empinado descenso de una hora y media por pequeñas rocas sueltas donde no es fácil, sino facilísimo caer.
-Vayamos súper concentrados aquí -me advierte Manuel, quien a fin de cuentas viene más preocupado por mí: si hay un accidente, deberá ejecutar un rescate y poner a prueba sus conocimientos de Nols, West Virginia y otras experiencias por el estilo, porque no habría manera de hacer una salida fácil. Pero el saldo es positivo: a pesar de uno que otro resbalón, salimos ilesos (las rodillas, eso sí, sienten el esfuerzo). Y además, la naturaleza nos regala su espectáculo: la vista hacia los glaciares del cerro El Peñón es impresionante.
Tras la bajada vienen cerca de dos horas por un sendero más o menos marcado, que se vuelve a internar en el bosque y que en un momento lleva hacia el estero El Bosque, que corre a nuestra derecha y que de estero no tiene nada: es un río que llega a tener «características torrenciales», como dice el mapa de Conaf.
Menos mal, hay un puente -en rigor, lo que queda de él: una tabla- para cruzarlo: es lo que sobrevivió al último invierno, a la nieve y las crecidas del río. Así es que pasamos sin problemas, aunque el obstáculo viene más allá: unos metros después aparece un riachuelo que hay que cruzar pasando por un resbaloso tronco de madera. Leí después en una guía que podría ser mejor pasarlo sentado, mojándose los pies, en vez de arriesgarse a caer de lleno al agua, con mochila y todo.
Pasamos ilesos, otra vez. Manuel dice que «fue entretenido» y «que hubo que desarrollar una estrategia para sortear una dificultad». Es cierto: que esta Reserva no tenga buena infraestructura es, a fin de cuentas, una garantía de aventuras. Pero queda en evidencia que un accidente aquí puede costar caro.
Tras el tronco resbaloso llegamos al segundo campamento de Conaf, Estero El Bosque, donde encontramos a una pareja de rancagüinos que también viene por las suyas, que perdieron la huella y casi se congelan los pies al cruzar el río, y que están hace unos días aquí, pero con mucho más peso (cargan hasta una tetera). También hay unos gringos de la escuela Moutaineering Training School, que opera en Alaska y en Patagonia formando guías de montaña. Pero hablamos poco con ellos: la idea es continuar dos horas más arriba hasta un campamento no oficial llamado La Tetera, a los pies del Cerro Castillo.
Día 3.Cerro abajo
La Tetera se llama así porque durante años hubo aquí una tetera roja que un arriero dejó sobre una piedra para indicar el lugar perfecto para acampar bajo la montaña. Pero el año pasado esa tetera se perdió. Un amigo de lo ajeno se la llevó y hoy el nombre del campamento persiste sólo por tradición oral.
Lo bueno de acampar en La Tetera, aparte de la gran vista al cerro, es que se acorta el tercer día de caminata y, si se llega temprano, da tiempo suficiente para conocer otra de las joyitas de la reserva, que está a cinco minutos: la laguna Cerro Castillo, un ojo de agua de color turquesa a 1.275 metros de altitud que se alimenta de los glaciares de la montaña.
Tras la primera visita, volvemos al campamento para pasar la última noche. A la tarde llegan los seis chilenos que nos vienen siguiendo y quiebran la soledad en que estábamos. Cenamos contundente -en rigor, nos comemos todo lo que quedaba- y, con el cuerpo ya cansado por el esfuerzo, dormimos como reyes.
El tercer día salimos a las 8 en punto rumbo a la laguna. Ahí es cuando encontramos a la italiana del comienzo de esta historia. Tomamos las fotos de rigor y acortamos camino, como habíamos presupuestado. Porque una opción es seguir un día más hacia el sector Porteadores por un duro acarreo de piedras, para subir luego al campamento Neozelandés -llamado así en honor a un grupo de neozelandeses que hizo varias ascensiones en los setenta-, y bajar luego bordeando el estero Parada hasta Villa Cerro Castillo.
Otra ruta, la que tomamos, es bajar a la Villa por un sendero que nace desde una explanada hacia el sur de la laguna, y que tiene una vista panorámica espectacular: se ve el lago General Carrera, Villa Cerro Castillo, la Carretera Austral, el río Ibáñez, Campos de Hielos Norte y el Volcán Hudson.
Este sendero es utilizado por turistas que vienen a caballo y a pie desde Villa Cerro Castillo para conocer la laguna por el día. Conduce a un camping privado que está a orillas del río, y en el fondo es un tierral que toma unas tres horas para bajarlo. Las vistas, desde luego, compensan el tedio de ir afirmándose todo el rato. Y también, las ganas de llegar y bañarse después de tres días.
Una vez abajo, el Mitsubishi Pajero de Manuel Medina espera estacionado en el camping privado. Raudos, nos sacamos los bototos entierrados y enfilamos sin detenciones hacia Coyhaique, con una curiosa sensación: lo que recorrimos a pie en tres días, entre ríos, desfiladeros de roca suelta y glaciares, en auto lo hacemos en media hora. Es como la película El Náufrago: todo cuesta mucho más cuando se está solo, en medio de la naturaleza.
A la noche, ya en Coyhaique, me junto con Manuel para una cerveza de despedida. En el cerro, bajo el sol, sudando la gota gorda, veníamos soñando con esto. Pero cuando ya estamos aquí, con el schop en la mano, Manuel dice que ahora sólo quiere volver a la montaña. Es más: mañana regresará al mismo lugar donde estuvimos hoy, para intentar esta vez la cumbre del cerro El Palo, otro de los secretos que esconde este rincón de la Patagonia.
Yo lo miro en silencio, y sólo le acerco el vaso.
El trekking
* Una vez en Coyhaique, se puede ir en los transfers que van a Puerto Ibáñez (como el de Miguel Acuña; tel. 67/251 579) hasta el sector de Las Horquetas Grandes, a 75 kilómetros de la ciudad, donde comienza el sendero. Desde allí son 13 kilómetros por un camino privado (con tranqueras que se abren sin problemas), que implica sortear varios ríos hasta la guardería de Conaf, el verdadero inicio de la Reserva. Para acortar este tramo -que a pie toma unas cinco horas- lo ideal es hacer toda esta primera parte en auto (un 4×4 es imprescindible), y que alguien se lleve el vehículo, porque la salida del sendero es en otro sector. Así se hizo para este artículo, y la ruta tomó tres días, pues se bajó por el camino alternativo a Villa Cerro Castillo (ver mapa). Si se quiere seguir hasta el Campamento Neozelandés hay que agregar un día más.
* Desde Coyhaique, la empresa Pura Patagonia (tel. 67/246 000; www.purapatagonia.cl) organiza esta ruta con toda la logística necesaria. La mejor época para hacerla es de noviembre a marzo.
Texto: Sebastián Montalva Wainer.
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